miércoles, 23 de octubre de 2013

Artículo publicado por Vicenç Navarro en la columna “Pensamiento Crítico” en el diario PÚBLICO, 20 de agosto de 2013
Este artículo, apoyando el principio de la renta básica, cuestiona alguna de las aplicaciones de tal propuesta.


En 2006 publiqué mi libro El subdesarrollo social de España (Editorial Anagrama) en el que documentaba las causas y consecuencias del enorme subdesarrollo del estado del bienestar en España y en sus diecisiete Comunidades Autónomas. En el texto, aún cuando señalaba mi coincidencia con el principio de garantizar una renta básica a los ciudadanos y residentes del país, tenía mis dudas sobre la manera como se estaba proponiendo por algunos defensores de la Renta Básica (RB) de cómo hacerlo. Tal propuesta –la de establecer RB en España- era y continúa siendo una de las medidas que ha acaparado más la atención de las fuerzas progresistas en nuestro país. Hoy, en unos momentos de grandes recortes del insuficiente estado del bienestar español, tal propuesta de establecer una renta básica se ha convertido en central en las reivindicaciones de sectores de las fuerzas progresistas del país. De ahí que sea importante iniciar de nuevo un debate sobre la conveniencia ahora de tal medida y cómo llevarla a cabo, estableciéndose un debate sin acrimonia, entre fuerzas progresistas que comparten el objetivo de mejorar la tan subdesarrollada España social.

Veamos pues los argumentos y los datos. Y miremos primero las áreas de acuerdo. Tengo que suponer que toda persona o fuerza política progresista está de acuerdo en que el Estado (ya sea central, autonómico o local) debería financiar una serie de servicios públicos, tales como la sanidad, las escuelas primarias y secundarias, las escuelas de infancia, la educación terciaria, los servicios sociales, la atención domiciliaria a personas con discapacidades, las viviendas asistidas, la vivienda social, las residencias de ancianos, los programas de prevención de la exclusión social, los programas de integración de los inmigrantes, los programas de formación profesional y otros servicios públicos que garantizan el bienestar social y la calidad de vida de los ciudadanos. Pues bien, en cada una de estas áreas, el subdesarrollo y la subfinanciación de estos servicios es, en España, enorme. España está a la cola de la Europa Social. Tiene uno de los gastos públicos sociales por habitante más bajos de la Unión Europea de los Quince (UE-15), el grupo de países de la UE más semejantes en su desarrollo económico al nuestro. Mi libro documenta con gran detalle este retraso. Y nadie ha cuestionado los datos.

Asumo que nadie que se defina como progresista dude de la necesidad de aumentar sustancialmente el gasto público en estos servicios públicos, para alcanzar, al menos, los niveles que corresponden a nuestro país por el nivel de desarrollo económico que tenemos. Estamos hablando de un déficit de gasto público muy considerable, que, ya antes de la crisis, no era menor a 66.000 millones de euros (unos seis puntos del PIB). Y también asumo que nadie que se considere progresista cree que la manera de solucionar este enorme déficit social sea dando un cheque social a cada ciudadano y residente para que se espabile por su cuenta y pague con este dinero unos servicios privados que sustituyan a los públicos, a los cuales el cheque público sustituiría (para una expansión de este y otros puntos ver el capítulo 9 de mi libro El subdesarrollo social de España). La corrección de este déficit de gasto público social requerirá una movilización masiva, todavía más acentuada y extensa ahora, cuando en lugar de reducir se está expandiendo enormemente este déficit de gasto público social como resultado de los recortes.

Veamos ahora el segundo gran capítulo del estado del bienestar: las transferencias públicas a las personas, ciudadanos y residentes en España. Estas transferencias siguen una determinada lógica, respondiendo a necesidades específicas que generan su demanda. Tienen como objetivo garantizar determinados niveles de vida (en general, definidos austeramente) a los beneficiarios, sean estos pensionistas, ancianos, infantes, jóvenes, familias, personas con discapacidades o personas en paro, entre otros. De nuevo, como en el caso de los servicios públicos, el gasto en transferencias por persona es bajísimo. Un cálculo elemental muestra que para alcanzar el nivel de gasto público en transferencias que deberíamos tener (al menos, por el nivel de desarrollo económico que tenemos) tendríamos que incrementar el gasto público en dichas transferencias en un 5% o 6% del PIB. Sumando esta cantidad a la anterior (déficit de gasto en servicios) nos da una cifra más que respetable: un total de más del 11% o 12% del PIB. Creo que la corrección de este déficit debería ser el objetivo principal de cualquier medida progresista en el país.

¿Qué quiere decir renta básica?

Veamos ahora qué entendemos por renta básica. El concepto de renta básica implica que todo ciudadano o residente tendrá garantizada por parte del estado la renta necesaria para vivir una vida digna. No creo que nadie, con sensibilidad progresista, pueda oponerse a este principio. El punto clave, sin embargo, es cómo garantizarlo. Una versión de la renta básica es que todo ciudadano, como derecho universal, es decir, derecho de ciudadanía o residencia, reciba un cheque público que sea de una determinada cantidad que garantice una vida digna. Naturalmente, un punto clave en este principio es qué quiere decir “vida digna”. Por regla general, vida digna se interpreta como vida no pobre, es decir, por encima del umbral de pobreza (Las cantidades que, por regla general, se utilizan son bastante bajas). Aún así, multiplicando el número de ciudadanos y residentes por el cheque de renta mínima básica 8.551 euros al año (60% de la renta media del país) se obtiene una cifra alrededor del 37% del PIB. Y ahí es donde la pregunta debe hacerse. ¿Es esta cantidad además  de la necesaria para corregir el enorme déficit de gasto público social o es en lugar de? Si es además veo muy difícil, casi imposible (en la situación política del país con gran dominio de las derechas en la vida política del país), llevar a cabo dos propuestas muy ambiciosas (la necesidad de corregir el déficit social y el establecimiento de la RB) a la vez.

Lo cual me lleva al tema de cómo eliminar la pobreza, que es uno de los objetivos del movimiento a favor de la renta básica y que yo comparto. Y es aconsejable mirar la experiencia de los países que han sido exitosos en reducir e incluso eliminar la pobreza. Y todos ellos tienen un estado del bienestar muy desarrollado, como consecuencia de toda una serie de intervenciones que van desde la provisión de servicios públicos a la provisión de una renta asegurada para colectivos e individuos que reúnen una serie de condiciones, que la gran mayoría de la ciudadanía puede cumplir en situaciones vulnerables, lo cual explica la gran popularidad de estos programas.

La estrategia antipobreza de la socialdemocracia y de los partidos comunistas gobernantes (después de la 2ª Guerra Mundial en la Europa Occidental), incorporada también más tarde por sectores de izquierda de la democracia cristiana como la alemana, defensora entonces de la economía social, fue desarrollar políticas de pleno empleo, que estimularon el aumento de la población adulta que trabajaba (facilitando sobre todo la integración de la mujer en el mercado de trabajo mediante la universalización de los servicios de ayuda a las familias y sobre todo a la mujer, además de cambiar la mentalidad del hombre haciéndole corresponsable de las tareas familiares), con buenos salarios y con políticas de formación profesional que aumentaran la productividad y por lo tanto el salario, todos ellos elementos clave de una estrategia a corto y a largo plazo, con la provisión de una renta más que básica para aquellas personas que por causas ajenas a su voluntad no pudieran trabajar. Y aunque esta estrategia cambió en los partidos socialdemócratas con la aparición de la Tercera Vía y otras vías afines y con el abandono de la sensibilidad de izquierdas dentro de la democracia cristiana, la evidencia continúa mostrando que la estrategia antipobreza más acertada es la que utilizaron aquellas tradiciones políticas antes de que fueran abandonadas por aquellos partidos, a partir de la década de los ochenta. La eficacia de aquellas intervenciones está más que probada. Suecia, por ejemplo, adquirió uno de los niveles de pobreza más bajos de la OCDE (el club de países más ricos del mundo), como también lo consiguió Dinamarca siguiendo tales políticas.

No niego que, una vez el Estado del bienestar esté bien desarrollado, el concepto de salario ciudadano pueda resultar una propuesta atractiva, al distribuir la plusvalía social según aumente la riqueza del país. Pero establecer un salario ciudadano cuando nuestro Estado del bienestar está tan poco desarrollado es comenzar la casa por el tejado.

Hay que garantizar que todo ciudadano y residente pueda tener los recursos necesarios para vivir una vida digna y ello implica que el estado debe garantizar que los ciudadanos y residentes puedan alcanzar tal nivel de renta, bien a través del trabajo, bien a través de otras fuentes, incluidas las transferencias públicas, a la cual tenga derecho por sus circunstancias. Y esta renta debería ser superior a la que se cita frecuentemente como renta básica, que es más parecida en España a una prestación asistencial antipobreza que no como derecho universal.

Quisiera terminar estas notas indicando que, en España, en el País Vasco y en Madrid, entre otras partes del país, se han desarrollado programas bajo este nombre, de renta básica, que en realidad no corresponden a lo que se ha llamado tradicionalmente programas de renta básica. Son, en realidad, propuestas que ofrecen un mínimo de renta que permita prevenir la pobreza absoluta, programas que me parecen necesarios y que apoyo. Pero, por favor, que no se confundan los términos. En realidad, estos programas, a fin de tener la aprobación popular, parten de un umbral de pobreza tan bajo que solo consiguen prevenir la pobreza absoluta, lo cual ya en sí es un paso adelante, pero dramáticamente insuficiente para resolver el problema de la pobreza. Este requiere un mayor gasto en pensiones y servicios públicos (en el caso de la pobreza entre ancianos) y facilitar la integración de los jóvenes y sobre todo de la mujer en el mercado de trabajo mediante programas de formación y provisión de servicios públicos tales como los servicios de ayuda a la familia, medidas más ambiciosas y más eficaces que las ayudas en forma de transferencias para los pobres, que tienen un impacto menor en la eliminación de la pobreza.

Las políticas asistenciales antipobreza siempre han sido mucho menos eficaces que las universales en eliminar la pobreza, siempre y cuando los programas universales (que garanticen la eliminación de la pobreza) consistan en aportaciones sustanciales a colectivos vulnerables de caer en la pobreza. Es esta interpretación de la política de renta básica que, además de ser popular, es factible y eficaz. Un ejemplo de ello es la Seguridad Social, un programa universal (a todas las personas que pertenezcan a una categoría, por ejemplo ancianos, en el caso de las pensiones de vejez) que ha sido enormemente popular y eficaz. Sin las pensiones públicas, el 62% de la población anciana sería pobre, siendo el programa antipobreza más importante de España. Este es el modelo que debería seguirse.

Fuente: Navarro, V. (2013). Disponible en línea: http://www.vnavarro.org/?p=9450


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